En el bullying, intervienen aparte del agresor y la víctima los comparsas, es decir, aquellos que no agraden pero que con su connivencia, silencio y abrigo al agresor facilitan que el maltrato continúe. En parte, lo hacen para no ser marginados del rebaño o víctimas del agresor. Desconocen que, en ocasiones, un pequeño gesto puede hacer que las cosas cambien. Desde una amonestación sencilla al acosador, como “eso que le haces a menganito no me gusta” (sopesando sus probabilidades de éxito) hasta la denuncia a un adulto (haciéndole entender que no es un chivato, si no que con su acción protege los derechos fundamentales de las personas). Los testigos del bullying acostumbran a justificarse a sí mismos con frases tales como “eso no va conmigo”. Nada más lejos de la realidad. Hay que informarles de que si insisten en su tolerancia corren el riesgo de convertirse en agresores: banalizan la violencia a fuerza de contemplarla y comprobar que nada le ocurre al agresor.
El miedo y la cobardía provocan estragos en todos los estratos sociales y a todos los niveles. Estamos hartos de ver por la tele y leer en la prensa conflictos aquí y acullá. De tantos que nos muestran nuestro cerebro se acostumbra. Devastaciones debido a la guerra, al hambre y la miseria son el pan nuestro de cada día, y aunque el mundo no sea como lo muestran los medios, esos conflictos existen y los medios, en ese sentido, no dejan de exponerlos y tratar de concienciarnos. Resignación. Eso es lo que hacemos. Justamente lo que hace la comparsa del agresor en el caso del bullying. Intentamos educar a los infantes y adolescentes en unos valores que el adulto no respeta. ¿Acaso ven a los adultos gritar por el dolor ajeno? ¿Acaso nos ponemos firmes? Como en muchos casos de bullying en los que la víctima acaba agrediendo a su verdugo, los pisoteados también un día explotarán y se rebelaran, si no lo han hecho ya.
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Hace 1 año
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