Hace unos años me di de baja de la Iglesia Católica. No fue por los continuos dislates que sus miembros de más alta alcurnia profieren en los medios, sino porque como hacía tiempo que había dejado de creer en lo que predican me pareció conveniente abandonar la tribu. Para apostatar necesitan, apuntan desde la cúpula eclesiástica, una copia de tu partida de bautismo, una fotocopia de DNI y una solicitud. Así lo hice. Al no tener la partida de bautismo, me dirigí a la parroquia donde fui bautizado a pedirla. Cuando el sacerdote de turno me inquirió por los motivos y averiguó la razón quiso retenerme en el rebaño. Pero le dije que no tenía ganas de discutir, que la decisión estaba tomada. Recuerdo que a partir de ese momento, el clérigo, sin prisa pero sin pausa y en absoluto silencio, copió a mano mi partida de bautismo y me la entregó. Le di las gracias y me pidió un favor. “¿Cuál?”, le pregunté. Que si podía rezar por mi alma, me contestó. “Usted es libre”, le repliqué. El hombre no renunció a usar la táctica del miedo para intentar revocar mi decisión. En vano. Envié la carta con la copia de la partida del sacramento, la fotocopia del documento de identidad y la solicitud en la que reclamaba que me dieran de baja a todos los efectos de la Iglesia Católica. Al cabo de un mes, día arriba, día abajo, el obispado de Barcelona me respondió con una escueta misiva en la que se me informaba que mis deseos se habían cumplido.
En la época en la que oficialicé mi apostasía estaba enfadado con la Iglesia. No concebía que hubiera personas que engañaran en tales cuestiones a sabiendas de que engañaban. Los veía muy malos, los mayores prevaricadores de occidente. Ahora, ha cambiado mi opinión, ya no me enfado tanto. No veo a todos sus dirigentes como unos gazmoños, aunque sí a muchos. Es que, ustedes me perdonaran, pero la bilis en las caras de Ratzinger y Rouco no tiene precio.
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Hace 1 año
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